Tirados sobre el suelo nocturno de las calles de la ciudad. Donde lo único que nos rodean son aquel que está vomitando en un portal, o aquel otro que se desahoga de líquidos a pocos metros de nosotros, ignorante de nuestra presencia.
Todos son ignorantes de nuestra historia. Todos. A veces incluso, creo, nosotros mismos.
Creamos historias. Con ayuda o sin ella. Sinceridad.
Demasiada para nuestro corazón.
La llave en el suelo, donde nunca ha dejado de estar, al alcance de cualquier pisada.
Quiero ser anónima. Otra vez. Quiero escribir libre. Quiero sentirme completa conmigo misma para poder decirte que tú finalmente me terminas.
La gente sigue pasando, ignorante de todo. El frío de la noche se cuela por nuestros huesos, pero seguimos abrazando la calle. No volveré a beber. Es tarde, pero es temprano. Y para nosotros, ni lo sabemos. Son tiempos malos. Llevan siéndolo demasiado tiempo.
Le abrazo. Parecemos una escultura, pétrea, fría, muerta.
Lucho para encontrar aquellos pensamientos que días antes me hacían la más dichosa de este mundo. Proponerme no odiar, y aún así escucho su música, tan bella... proponiéndome no recordar, y esquivando los deseos de hacer daño. Preguntándome cuánto me ha quedado por hacer, y matándome a dudas sobre el camino elegido.
¿Soy mala persona, verdad?
No queda nada salvo lo que aún quede de lucha. Y ni siquiera sabía que estábamos luchando, porque ya estoy en el ocaso del tedio, del no querer nada, del no sentir nada. Una sensación ya tan familiar como respirar.
Y querer volver a encontrarme. Encontrar reconocimiento anónimo y no del condescendiente. Querer vivir lo no vivido pero con deseo lejano. Porque todo lo que tengo, quien lo deseara...
... quien lo deseara...
Pero te quiero.
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