De indignación y realidades.

Hoy en día es como si hubiera menguado a niña de nuevo... no paro de hacerme preguntas.
Pero preguntas de verdad. No las incógnitas filosóficas de la vida. No. Preguntas con respuesta.
Pero cuya respuesta es horrenda, fétida, terrorífica... real.

Siempre hay una oveja negra dentro de un precioso rebaño limpio y blanco. Aunque en este caso, ni es negra ni tan siquiera tiene una lana mínimamente aprovechable. Es un maldito cáncer. Se extiende de forma cobarde, sin hacer ruido. Y hace daño... mucho daño. Y no por ser espectadora duele menos, sino de forma distinta. Hasta el punto de conseguir renacer un odio primitivo en las entrañas.

Primera pregunta: ¿Cómo se cura ese cáncer personificado?
Única respuesta: De raíz. Del tirón. Sin mirar y apretando los dientes con fuerza, dejando que sangre hasta que el dolor sea sordo y muda la voz para gritar... No metiéndote donde no te llaman.

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Cuando deseas algo con todas tus fuerzas y lo que recibes es menos e incluso deficiente, es un golpe de mala suerte. Pero cuando de lo que hablamos es del deseo de tener un niño, y el resultado es el dicho, es una lucha de por vida.

Y el problema llega cuando se es injusto. Injusto porque esa persona no tiene la culpa. Injusto porque no se tiene vergüenza en favorecer a uno a costa de otro. Injusto porque si eliges ser madre es para cuidar y proteger a tu hijo, no endilgárselo a la primera persona con buena voluntad que esté dispuesta a invertir parte de su tiempo en una educación que TÚ como madre estás obligada a dar. Indignante, porque para ti es una carga lo que para ella eres su vida.

Segunda pregunta: ¿Cómo no luchar contra una madre que desprecia a su hija?
Única respuesta: No es tu madre. No es tu hija. No es tu vida. Si te metes, no vas a solucionar nada. No vas a cambiar la suerte que le ha tocado vivir.

Tercera pregunta: ¿Todavía queda alguien que tenga esperanza?

Única respuesta: Sí.