Libre.

Tan sólo me apetece tirarme al suelo, en medio de un césped verde y fresco, sin tan siquiera árboles, ni gente... solos tú y yo.

Mirar hacia arriba... hacia el infinito. Y sentirnos diminutos. Sentirnos tan pequeños que en cuanto volviésemos a la realidad de nuestras vidas, todos nuestros grandes problemas no fueran sino una pequeña burla, una mofa, una sátira sobre cómo algo tan insignificante puede aplastarnos tanto sólo porque nosotros lo permitimos.

Y sin embargo, esa inmensidad sobre nuestras cabezas, ese infinito que nos sobrevuela, nos respeta. No nos toca cuando podría absorbernos en cuanto una partícula de ese infinito decidiera revolucionarse. Y sin embargo, eso no nos preocupa. No nos asusta. No. Lo hacen los parásitos que nos rodean y creemos que no nos dejan vivir, lo hacen los tropiezos que nos dejan un dolor de unos segundos, minutos, horas, incluso años... y que un día se nos olvidan. Lo hacen los domingos estúpidos que lo único que hacen es ampliar lo que tan sólo es una circunstancia tangente a nuestras vidas.

Y el gran gigante que está por encima de nosotros ni nos inmuta... hasta que sólo le miramos a él, desde el suelo, lugar que nos toca ocupar.

Y sólo entonces buscas mi mano. Y su tacto te parece tan infinito como lo que nos observa.

Y sólo entonces te das cuenta del aire que respiras. Es libre. Y es tuyo.